Aquella mascara de
soberbia, orgullo y vanidad me aportaba invisibilidad. Escondido tras ella
podía ser otra persona. Construida a
base de heridas del pasado su aspecto era cuando menos desagradable y servía de
acicate en reuniones de pedantes neoliberales que cansados de sus tristes vidas
jugaban a reírse de la sinceridad y bondad de los demás.
Enfilé la cuesta
convencido de mi invisibilidad. Seguro en mí caminar descubrí que no estaba
solo, aquella aventura no la iba a vivir de manera singular.
Los pasos del “otro”
sonaban dentro de mí, golpeaban mi cuerpo intentando salir. Por un momento dudé
de ellos pero estaban ahí. Era mi otro “yo” el que a base de ponerme la máscara,
se había conformado a una vida de oscuridad y ostracismo donde tan solo el
recuerdo le acompañaba.
Se había cansado de ser
actor secundario, quería recuperar su protagonismo.
—¡Este no eres tú!— me
gritaba cual enemigo furioso—¡suéltalo de una vez, no te pertenece!
¿Desde cuándo llevaba esa
máscara? ¿Hasta dónde había avanzado? ¿Habrá llegado al corazón?
Así era, el corazón
clamaba, gritaba como una madre a la que le quitan su hijo.
Aquellos gritos empezaron
a resquebrajarla, las palabras que salían del corazón golpeaban con fuerza la
máscara. En poco tiempo fue cayendo y la luz, el aire y la verdad acariciaron
mi piel. Durante años había vivido escondiendo mi verdadera naturaleza, había
soportado humillaciones, había dejado entrar la apatía y la desgana y sobre todo había dejado de ser yo.
Estoy recuperando el control y tengo todo un viaje por delante para aniquilar cualquier residuo de
la máscara. No será tarea fácil, pero merece la pena volver a ser yo, volver a
sonreír, volver a querer sin condición.
Te espero en la cima,
donde todos somos lo que somos y donde la mentira no tiene cabida.
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